El camino de la anarquía

Un conocido compañero mío, ya viejo en el movimiento libertario, tenía y tiene un dicho al que suele recurrir con más o menos frecuencia cuando el deber y el conocimiento del funcionamiento del sistema le obligan a actuar a pesar de que él tenga más o menos ganas de hacerlo: «Ser anarquista es una putada». Obviando el componente machista y de denigración hacia la prostitución que dicha expresión en parte supone, creo que el mensaje que mi compañero me ha querido transmitir a lo largo de todos estos años que he tenido el placer de compartir con él en la lucha iba más allá de cualquier asunto relacionado con ello y era más complejo. En efecto, conocer cuáles son los mecanismos que hacen que la máquina siga funcionando sin cesar trae consigo una serie de consecuencias que se materializan en una inexorable praxis que puede ser más o menos fructífera, pero que al menos ha de tener el rango de praxis. ¿De qué sirve el conocimiento si no es para ponerlo en práctica? Dicha cuestión ha sido tratada en incontables ocasiones por una gran variedad de autores que han llegado a la misma conclusión que cualquiera de nosotres podría alcanzar: el saber implica deber y el deber conduce a la acción. Pero no me he puesto a redactar este artículo para simplemente quedarme en explicar eso, en absoluto. Lo que me impulsa a escribir estas líneas hoy es lo que ha supuesto y sigue suponiendo el ser libertarie.

En el noticiario de hace unos días, pude observar cómo Mariano Rajoy, refiriéndose a la cuestión de la autodeterminación catalana en relación con el camino que ambas naciones (España y Cataluña) debían seguir juntas, pronunciaba las siguientes palabras: «Nadie debería obstruir esta senda sin explicar, por lo menos, los costes de caminar en sentido contrario». Al escuchar dicha afirmación, me imbuyeron las ganas de extrapolar dicha situación a la que todos los días tenemos que enfrentarnos les antiautoritaries de todas las partes del mundo y de todas las etapas de la historia de la humanidad: qué peligros y consecuencias trae consigo el optar por el camino del anarquismo.

Es de común conocimiento que les anarquistas no han gozado nunca del beneplácito o siquiera de la tolerancia a sus ideas y acciones (incluso aunque éstas hayan sido netamente pacíficas) por parte de ningún Estado. La historia del movimiento libertario está marcada por la sangre y el sudor vertidos por aquelles valientes (la vasta mayoría de elles anónimes) que dieron su vida en nombre de la libertad y la justicia. Antaño, las penas que a estes se les imponían por su condición de anarquistas eran considerablemente mayores a las que podemos recibir hoy en día les que luchamos por lo mismo y, normalmente, acarreaban vidas enteras en prisión o la misma muerte (ahora que se acerca el primero de mayo, no vendría mal hacer un poco de memoria). Actualmente, el Estado (como no podía ser de otra manera, por otro lado) sigue ejerciendo una represión asfixiante (y si cabe un mayor control que en tiempos anteriores) contra aquelles que se disponen a oponerse con todos sus recursos a la violencia continua que supone la existencia de la autoridad. Les preses anarquistas (a les cuales, ya que tratamos el tema de la moral, tenemos el deber de apoyar incondicionalmente) que pueblan las cárceles de todo el mundo así lo atestiguan, como así lo hacen las torturas (tanto físicas como psicológicas), violaciones y aislamientos a los que son sometides. De igual manera, encontramos un buen reflejo de este acoso en la enorme cantidad de sanciones legales que no llegan a implicar el ingreso en la cárcel del/de la activista en cuestión, pero que sin duda se trata de una estrategia de desgaste del movimiento a base de multas y castigos que invitan a una parte del mismo a la desmovilización. Por supuesto, también se dan sonados casos que constituyen auténticos asesinatos de militantes en protestas (Alexandros Grigoropoulos, Carlo Giuliani, Nicolás Neira, Anastasia Baburova…) o en las mismas prisiones mencionadas anteriormente (Xosé Tarrío, Agustín Rueda…).

A su vez, las señas de identidad del anarquismo han estado marcadas desde siempre por un intento constante de desvirtuación, difamación y manipulación por parte de los estados y los movimientos ideológicos autoritarios, pues estos han encontrado y encuentran continuamente su mayor enemigo en las ideas que demuestran su total inutilidad y talante esclavizador y la estulticia y equivocación que suponen sus tesis, respectivamente. El resultado de esta campaña perpetua de falsificación de las nociones libertarias es la variada existencia de estereotipos y prejuicios que todavía sobreviven entre gran parte de la población. Por otro lado, es perfectamente observable cómo todo el ordenamiento jurídico encargado de regular los derechos de expresión y manifestación se va modificando periódicamente con el objetivo de cercar y remitir cualquier tipo de movimiento contestatario, con especial hincapié en el movimiento anarquista, sobre todo en aquellas zonas donde tiene más importancia e influencia (una prueba de ello fueron las declaraciones del director general de lxs Mossxs d’Esquadra hace un par de años con motivo de las protestas por la reunión del BCE en Barcelona), lo que posibilita llevar a cabo una mayor represión. Así está ocurriendo también con la creciente presión legal a que se ven sometidos los distintos centros sociales okupados y autogestionados repartidos por toda la geografía.

Además, hemos de contar con que, si ninguna de las medidas que toman los organismos represores consiguen el efecto que desean, siempre pueden recurrir (y recurrirán, como siempre lo han hecho cuando se han visto amenazados) a la orquestación de verdaderas conspiraciones que constituyen manipulaciones extremas y violentas del movimiento anarquista. Tales han sido los casos del incendio de la sala Scala de Barcelona en enero de 1978 y del llamado «Caso Bombas» más recientemente en Chile, por citar algunos ejemplos. Tales casos han servido al poder establecido para estigmatizar al movimiento libertario y, de paso, para involucrar a compañeres inocentes en verdaderas cazas de brujas.

Con todo, resulta fácil sacar en conclusión que la senda del anarquismo no es para nada fácil y exige mucho sacrificio y compromiso, un sacrificio que no todo el mundo está dispuesto a asumir, lo que en parte es comprensible. Cada persona actúa de una u otra manera según el nivel de compromiso que ha adquirido con el ideal, y es legítimo que alguien solo esté dispueste a llegar a un determinado límite más allá del cual no podría actuar por el miedo que esto le infunde debido a las posibles represalias que podría conllevar. Personalmente, lo comprendo, aunque a veces no comparta los límites que se autoimponen ciertes compañeres, pues eso viene determinado por la formación y la concepción que tiene cada une de la vida y de la sociedad en general. Lo único que sí le exigiría a cualquier persona que considerara mi compañera de lucha es eso, que luche, sea de una forma u otra, pero que pelee por las ideas que ella cree.

Jamás le he mentido a nadie cuando le he hablado de lo fácil o lo difícil que es ser libertarie. No tengo la necesidad de engañar a nadie. Cada vez que me han preguntado o me he visto en la tesitura de tener que explicarlo, no he tenido el más mínimo resquemor por poner en conocimiento todos los hechos que he relatado previamente. No es un secreto: ser anarquista es difícil. Nadie te va a dar nada, tienes que conseguirlo solo tú con el apoyo que tus compañerxs te proporcionarán, siempre de igual a igual. Ésa es la esencia de la autonomía. La responsabilidad que la condición de libertarie en lucha te exige implica estar dispueste en todo momento a participar y ayudar en todo lo que sea necesario para que el movimiento vaya avanzando, y eso supone en multitud de ocasiones tener que hacer tareas que no le apetecen a nadie. Pocas personas hay que les guste tener que plantarse en la okupa de su barrio a las ocho de la mañana para poner cemento o tener que echar el día entero pintando su ateneo. Tampoco es placentero que en días de huelga tengas que madrugar incluso más de lo usual para estar en la puerta de tu centro de trabajo/instituto/universidad haciendo piquetes, pero es lo que en el día de hoy tenemos que hacer, y no porque ello nos sea más o menos agradable vamos a dejar de hacerlo. Si continuamos en la lucha es porque sabemos que aquello que buscamos es algo verdadero (como así nos lo demuestra la historia) que supondrá la materialización de las ansias históricas de libertad del ser humano y, aunque sepamos que conseguirlo exige mucho esfuerzo previamente, lo que nos espera merece la pena, y es mejor acabar exhaustxs cuando termine la batalla que perseguir fantasmas.

Así, ya solo nos queda andar por el camino que decidamos elegir. Yo, personalmente y parafraseando a María Zambrano, prefiero el camino de la libertad peligrosa que el de la servidumbre tranquila que conduce al precipicio, pues es preferible experimentar un simple suspiro de vida que pasar la existencia en un completo silencio mentiroso.

Caminemos, pues.

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